Época: Renacimiento Español
Inicio: Año 1500
Fin: Año 1599

Antecedente:
El arte en el reinado de Felipe II
Siguientes:
Berruguete y el retrato español del Renacimiento
El retrato del siglo XVI en Levante
El retrato del siglo XVI en Andalucía y Extremadura
El retrato de Corte bajo Felipe II
El Greco como retratista

(C) Juan José Martín González



Comentario

Antes de adentrarnos en el análisis y comentario del retrato español de los siglos XVI y XVII, convendría reflexionar sobre el retrato en sí, su significado y sus pretensiones.
En términos generales, el retrato es una aproximación artística al ser humano, a su imagen y a su trascendencia más allá del tiempo, no sólo como criatura anónima, portadora de ideas y sentimientos abstractos, sino dotado de su personalidad, de los signos de su raza y los atributos de su condición social y humana. No debemos olvidar, por otra parte, que en muchas ocasiones la representación de animales con todo género de detalles sobre su anatomía particular y sus rasgos más característicos, pueden ser igualmente considerados como retratos, sobre todo cuando sus nombres figuran en los inventarios o incluso en la propia pintura. Esto ocurre frecuentemente sobre todo tratándose de perros y caballos.

Si echamos la vista atrás, advertiremos que el retrato se produce siempre a través de al menos tres motivaciones emocionales e históricas, frecuentemente vinculadas a determinadas coordenadas socioculturales. La primera de estas motivaciones sería la político-religiosa, y ella nos remitiría tanto a los colosales retratos faraónicos del Egipto antiguo, como a los de Luis XIV en la Francia del siglo XVII. En los primeros no era tan importante el reconocimiento efectivo del retrato como la transmisión de una idea de poder vinculado a la divinidad por encima de cualquier rasgo identificativo. Salvo el peculiar y breve período de Tell-el Amarna, en la XVIII Dinastía, resulta difícil diferenciar un retrato de Amenemhet III de otro de Ramsés II, mediando entre ellos siete dinastías. Se identifican más por el lugar en donde se hallan o por las inscripciones que ostentan, que por los rasgos físicos personalizadores.

Los retratos del Rey Sol, en pleno siglo XVII francés, siguen en la misma línea de asimilación del poder político al religioso, pero con algunas peculiaridades. En estos momentos de pleno Barroco, rebasada ya la barrera cronológico-cultural del Renacimiento con lo que, esto implica, en el retrato, de autoestima, de culto a la personalidad, es preciso que se haga perfectamente identificable la imagen política del soberano, en este caso identificado nada menos que con el Sol-Febo-Apolo. El retrato no debe ser solamente un símbolo de poder sino también la evidencia específica de quien lo detenta y a ser posible rodeado de todos aquellos símbolos y atributos que así lo demuestren.

Entre uno y otro ejemplo existe una secuencia cronológica tan enorme que resultaría tedioso esbozar un resumen, pero no tanto acentuar que, entre estos hitos, los momentos en que el retrato surge con mayor vigor son aquellos en que la situación política resulta estable y la riqueza económica más pujante.

En la Antigüedad Clásica, para que el retrato se produzca en sentido estricto como representación personalizada de un ser humano, hemos de retrotraernos al período que llamamos Helenístico, a partir de la muerte de Alejandro Magno (323 a.C.). La fragmentación de su imperio entre sus generales convirtió el Mediterráneo oriental y parte del Asia próxima en un mosaico de reinos, casi todos ellos dotados de importantes ciudades marítimas dedicadas fundamentalmente al comercio. Ello hizo crecer una clase social muy parecida a lo que entendemos hoy por burguesía, por muy periclitado que hoy se considere el término. Familias adineradas, satisfechas, estables y sin demasiadas inquietudes intelectuales, buscan en el arte, cualquiera que sea su manifestación, una reproducción fidedigna de la realidad y, en el retrato, la proclamación de su autoprestigio perfectamente reconocible. De esas necesidades emanan los espléndidos retratos, ya sean bronces o mármoles, que pueblan los más importantes museos. Esta sería la segunda motivación de entre aquellas a las que me he referido anteriormente: el prestigio social. El excelente y enorme retrato de Mausolo del British Museum, procedente de su tumba en Halicarnaso, es una prueba bastante contundente, aunque en este caso se intuya cierta deificación del personaje. También son prueba de ello algunos retratos helenísticos identificados de forma gratuita con personajes sobradamente conocidos pero de efigie real ignorada, como Sócrates, Pericles y otros.

Este motivo prestigioso del arte retratístico desaparece, salvo excepciones (recordemos los improbables retratos de Justiniano, Teodora y el obispo Maximiano, en Rávena) recién iniciada la Edad Media. Ello puede justificarse porque en realidad ya no hay una clase social que lo soporte, fuera de la Iglesia y el poder terrenal. En este momento el retrato se oficializa de tal manera que hace pensar de nuevo en los retratos faraónicos y en los más cercanos, ya bajoimperiales, como el colosal de Constantino que se encuentra fragmentado en el Museo Capitolino, de Roma. Tendríamos que esperar hasta mediados del siglo XIII para que vuelva a darse la estabilidad económica que permita el resurgimiento del retrato fuera del ámbito y de las formas de los poderes ya mencionados. Esto ocurre sobre todo en el Norte de Europa, no amenazado como lo está el Sur por los árabes en la Península Ibérica y turcos y berberiscos en el resto del Mediterráneo. Corporaciones como La Hansa, fortalecen en el Norte a mercaderes enriquecidos que, poco a poco, adquirirán una cierta nobleza y resucitarán el gusto por la representación personificada de sus efigies. A partir del sigloXV, la inclinación hacia el retrato es habitual entre las clases acomodadas de Alemania, Países Bajos, Flandes y Norte de Francia. En el Sur, sólo en Italia, rica en mercaderes y banqueros, se produce un hecho similar. Pero sobre el gusto por la objetividad de lo norteño destaca el deseo de ennoblecimiento clasicista del retrato italiano, que busca en los recuerdos de la Antigüedad los modelos y simbología a seguir. No así en la Península Ibérica, todavía preocupada, tras ocho siglos de dominación islámica, por su falta de identidad y por una heterogeneidad cultural que no ha sufrido -ni gozado- ningún otro territorio en Europa. Ya en los siglos XVI y XVII podríamos considerar una nueva motivación teniendo como objetivo el retrato, no sólo en el área noble sino también en la burguesa. El retrato, además de otros usos, puede también convertirse en tarjeta de presentación. No olvidemos que el período cronológico que abarca los dos siglos es, en el ambiente europeo, una secuencia plagada de guerras, paces, matrimonios de interés entre dinastías distintas de diferentes países y de una febril actividad diplomática. Nada mejor que un buen retrato para comercializar a una infanta o a un delfín en oferta matrimonial. Soberanos y príncipes se intercambiaban retratos como signo de amistad y fidelidad política, aunque con frecuencia ambas fueran efímeras.

En el área burguesa este tipo de pintura o escultura se hace progresivamente menos frecuente, si exceptuamos Flandes y los Países Bajos en donde existe una riqueza relativamente saneada hasta mediados del siglo XVIII. En otras partes es muy oneroso costearse un retrato de Tiziano, Moro, Rubens o Van Dyck fuera del ámbito principesco. Solamente los humanistas más destacados acceden a este tipo de representación y, casi siempre, a través de una amistad personal con el artista. Es el caso, en el siglo XVI flamenco, de los retratos de Erasmo de Rotterdam o Tomás Moro, de Quentyn Metsys, o los de Baltasar de Castiglione o Aretino en Italia, por citar algunos ejemplos entre muchos.

Convendría resaltar alguna diferencia más entre el Norte y la Península Ibérica en lo que al retrato se refiere. En el Norte, casi todos los artistas, educados en una tradición técnica casi miniaturística y en una observación muy minuciosa de la naturaleza, humana o no, pueden ser excelentes retratistas aunque su actividad predominante sea la composición histórica o la representación religiosa. Idéntica objetividad se aplica con el mismo éxito a unos temas y a otros. En la Península Ibérica no todos los artistas especializados en grandes composiciones son capaces de afrontar el retrato con fortuna, y aquellos cuya obra se centra específicamente en el retrato son narradores de muy limitado ingenio. Excelentes pintores de aquí, como Sánchez Coello que representa el culmen del retrato español del siglo XVI, ofrece mucha menos relevancia al acometer tareas de carácter religioso o narrativo. No ocurre así en Italia, donde artistas como Tiziano, son capaces de afrontar ambas temáticas con idéntico acierto. Es el caso, ya en el siglo mi, de un Rubens en Flandes o de un Velázquez en España. Antes de terminar estas consideraciones generales, conviene limitar una valoración con frecuencia proyectada hacia los mejores retratistas de todas las épocas. Un comentario sobre cualquier retrato suele concluir con el tópico más difundido en este campo artístico: la captación psicológica del retratado por el retratante. Ningún pintor o escultor de retratos ha presumido nunca de psicólogo, primero porque no existían tales conocimientos en la época que nos interesa y, en segundo lugar, porque no los necesitaban. Un buen retratista ha de ser un hábil observador y lo suficientemente eficaz para reproducir con justeza lo que su ojo advierte. Pensemos también que muchas veces el artista ni siquiera ha visto al retratado al natural, sólo a través de miniaturas o camafeos. Descartemos, por tanto, especiales aptitudes psicoanalíticas en artistas que se limitan, con mayor o menor minuciosidad o acierto, a reflejar lo que ven. Cuando advertimos un rictus de soberbia en unos labios, no es una interpretación del pintor: simplemente el rictus está ahí. Si vislumbramos un brillo de malignidad, de tristeza o de lujuria en unos ojos, no los pone el artista: están en esos ojos, y no en la perspicacia del que observa. Pudiera ser que el rostro fuera el espejo del alma. El artista se limitaría entonces a reproducir ese reflejo.

Se habla por ilustrar de algún modo lo que creo, aunque no venga muy al caso, que un retratista como Goya se dejaba llevar por sus simpatías o antipatías personales a la hora de realizar una efigie. Con frecuencia se ponen como ejemplo retratos como el de la duquesa de Chinchón o el de Carlos IV y tantos otros. No cabe duda de que estos retratos revelan fisonomías y emociones muy distintas. Lo que aquellos evidencian de nobleza, inteligencia o ternura, se trota en éstos en fealdad, estolidez y zafiedad. Pero creo que Goya no se dejaba llevar por personales apasionamientos. Era simplemente objetivo con lo que veía, que es exactamente lo que debe hacer un buen retratista.

Cierto es que hay momentos, sobre todo desde mediados del siglo XVI hasta principios del XVII, en que el retrato adquiere formas tan extravagantes, donde sí se podría intuir una voluntaria participación del artista. Me refiero a los sorprendentes retratos de Arcimboldo, ejecutados a base de acumulación de objetos más o menos simbólicos y con toda minuciosidad, o a los retratos anamórficos. Estos últimos, pese a lo que pudiera parecer, no suponen más de imaginación o fantasía que de conocimiento de óptica y perspectiva. La realidad distorsionada hasta la abstracción y recuperada en toda su entidad mediante trucos visuales, no es más que un ingenioso espejismo. Sospecho que casi todo, entre el siglo XVI y el XVII, lo era.

Este tipo de divertimento no tiene eco en la Península, donde, por razones obvias, ni príncipes, ni nobles, ni clérigos encuentran en ese momento motivo alguno para sentirse proclives a la diversión. No así en cortes centroeuropeas, como la de Rodolfo II en Praga, donde también trabaja Arcímboldo, en las que el erotismo y la fantasía poética producen especímenes verdaderamente representativos del Manierismo más característico.

En España, una vez afirmada su identidad nacional -es difícil imaginar a qué precio- y conjurada la dominación árabe a fines del siglo XV, se produce un fortalecimiento de la Corona y un debilitamiento de la nobleza a ella vinculada. La nobleza española, a diferencia de la italiana o la flamenca no procede del comercio o la banca, sino de hazañas guerreras por mar y tierra durante ocho siglos de presencia musulmana.

La sangría económica que durante el siglo XVI suponen las constantes guerras europeas y mediterráneas de Carlos V y Felipe II en beneficio de los prestamistas genoveses (muchos de ellos ennoblecidos por su potencial económico), dio al traste con casi toda la hipotética riqueza americana. Impidió que la nobleza dispusiese de bienes saneados, que existiese una burguesía en sentido estricto y que el pueblo llano despegase económicamente del ras del suelo.

No hay, por tanto, en el panorama del siglo XVI español nada que propicie la creación artística fuera del mecenazgo de la Corona y de la Iglesia. Han de considerarse algunas excepciones, como ya advertiremos, pero el retrato propiamente dicho tardará en producirse y, cuando lo hace se limita exclusivamente al ámbito áulico y al eclesiástico. De todos es sabido el gusto de los Católicos Reyes por la forma de hacer a la flamenca, aunque en la colección de la Reina Isabel figure algún Botticelli. Posteriormente, pese al origen gantés de Carlos V, el gusto del Emperador se decantó hacia lo italiano, hacia la generalizada paganía y las poesías de carácter mitológico pobladas de desnudos, de símbolos y de segundas intenciones, difícilmente comprensibles en la Corte Imperial de Toledo y mucho menos en la de Madrid de Felipe II o en El Escorial. Felipe supone un retorno al gusto flamenco. Fue él quien mandó copiar a Miguel Coxcie el retablo de la Adoración del Cordero Místico, de los hermanos Van Eyck en la catedral de Gante, ya que no pudo hacerse con el original, y quien adquirió los enigmáticos Boscos de que hoy disfrutamos. En resumen, al menos durante la primera mitad del siglo XVI coexisten las tendencias flamencas e italianas en fructífero contubernio con el realismo castizo que habitualmente se atribuye a la pintura española. El persistente goticismo a la flamenca, en torno a 1.500, se ve pronto invadido por sugerencias a la italiana que importan, muy tempranamente, artistas como Berruguete en Castilla, o Yáñez de la Almedina y Fernando de los Llanos en Levante. El primero, tras su experiencia italiana, sienta las bases del futuro retrato español del siglo XVI, pese a que no es el retrato moneda común entre los artistas españoles de esta primera mitad del siglo.